domingo, 23 de enero de 2011

El pensamiento de John Elliott

La Facultad de Ciencias de la Educación de la Universitat Autònoma de Barcelona honra con la distinción de Doctor Honoris Causa John Elliott, profesor de Educación en el Centre for Applied Research in Education (CARE), en la Facultad de Educación de la Universidad de East Anglia, en Norwich (Reino Unido). A pesar de ser un autor conocido y reconocido en nuestro país, nos parece de interés aprovechar esta circunstancia para realizar una breve aproximación a su pensamiento, destacar sus aportaciones y contrastar su discurso con nuestra situación actual. Las aportaciones de John Elliott Elliott ha desarrollado su vida profesional más creativa a partir de dos preguntas fundamentales y cuya respuesta le ha supuesto elaborar un nuevo paradigma de la profesionalidad docente. Resumiéndolas serían las siguientes: ¿en qué consiste la acción docente?, ¿cómo puede ser mejorada y en qué condiciones? A su vez, podemos preguntarnos: ¿por qué se formula estas cuestiones? Debemos tener presente que en los últimos cuarenta años se han producido dos grandes reformas educativas en Inglaterra, ambas vividas con intensidad por parte de Elliott. La primera tuvo lugar a finales de los años sesenta y la iniciaron los propios profesores y las corporaciones locales que, por aquel entonces, tenían competencias plenas en la organización y gestión de la enseñanza a escala municipal. Este proceso fue conocido como “movimiento por el cambio curricular basado en la escuela”. Dicho movimiento tuvo un gran impacto en aquellos que participaron en él, y sus elaboraciones han ejercido una enorme influencia en importantes sectores del pensamiento educativo en todo el mundo durante las décadas de los ochenta y noventa. Veamos algunos rasgos destacados de esta propuesta. En primer lugar, reelaboran el concepto de currículo. Elliott ha escrito que, en aquel contexto, el currículo sugería todo un movimiento orientado a ampliar las estrechas connotaciones de la idea de programa (syllabus). Así pues, dentro de esta corriente, el currículo era mucho más que un plan de estudios, era una experiencia, la que viven los alumnos mediatizados por la escuela, por sus profesores en el aula (Stenhouse, 1984). El hecho de adoptar aquel concepto como rasgo de identidad fijaba el horizonte renovador mucho más allá de la aspiración a modificar o a cambiar los tópicos que incluye todo programa. El concepto de currículo se impregnaba de la necesidad de concebir de modo distinto la naturaleza del conocimiento escolar y el modo como éste debería ser representado y presentado ante los alumnos (Elliott, 1998). En segundo lugar, se aspiraba a cambiar las modalidades de la relación enseñanza- aprendizaje a partir de la escuela y desde las propias aulas. El hecho de entrar el tema del cambio en la naturaleza del conocimiento enseñado y en las modalidades en que es transmitido, implicaba el desarrollo de unos procesos de acción y de reflexión que involucrabandirectamente las modalidades de trabajo en el aula, lo que abría una profunda reflexión sobre los modelos de enseñanza vigentes y sobre la naturaleza de los procesos de reforma. Todo ello expresaba una de las grandes claves del proceso emprendido: la importancia de considerar las representaciones que el profesorado posee de su propio trabajo. No hay cambios en la enseñanza si no se introducen en las mismas aulas, afirmaba Lawrence Stenhouse, formulando premonitoriamente un aviso importante para la serie de reformas ilustradas que habían de llegar al campo educativo más adelante, tanto en la propia Inglaterra como en otras partes, nuestro país incluido (se usa la expresión de reformas ilustradas estableciendo un paralelismo con el término empleado por los historiadores para designar las reformas emprendidas por los ilustrados del siglo XVIII). Un tercer rasgo de aquel movimiento, poco destacado aunque sumamente importante, es que parte de una extraordinaria confianza en la capacidad de aprendizaje de todas las personas, apuntando hacia la mejora de la docencia como el factor que permitirá responder a aquella confianza. El hecho de centrar el análisis y las propuestas de desarrollo curricular en los contextos y en las relaciones de enseñanza-aprendizaje lleva implícito la consideración de que todos los alumnos tienen derecho a desarrollar al máximo sus posibilidades formativas mediante el proceso de escolarización. En este sentido, la acción educativa se concibe como la expresión del ejercicio de un derecho al cual todos pueden aspirar y no como un derecho que se dispensa sólo a los merecedores de éste. Ahora bien, la orientación que se asigna a la acción educativa en el desarrollo de los proyectos curriculares suponía un problema: ¿cómo saber que en las aulas ocurre lo que estamos aventurando que va a ocurrir? Veamos lo que escribe Carr (1996) a propósito de lo anterior: “Cuando John Elliott publicó en 1978 What is action research in schools?, la investigación educativa británica todavía estaba dominada por las distinciones positivistas entre investigación y acción, saber y hacer, teoría y práctica... Lo que hacía tan atractiva la descripción de la investigación- acción de Elliott era que interpretaba la docencia como una actividad ineludiblemente teórica y definía la investigación como un proceso reflexivo en el que los profesores examinaban las teorías implícitas en su propia práctica. Éste es, pues, otro de los rasgos fundamentales del movimiento curricular británico de los setenta. Para dirimir lo que estaba sucediendo, para examinar las claves del proceso de cambio curricular, se requería de un modelo de investigación distinto a los modelos imperantes. Para ello reformularon el concepto de investigación en la acción (I-A), elaborado en los años cuarenta por Kurt Lewin. Dicha estrategia de investigación social se basa en el principio de que son los agentes los que actúan y no las instituciones, que en la acción social son sus propias decisiones las que cuentan y no las reglamentaciones y las constricciones institucionales. Se basa también en la confianza de que serán las evidencias de la reflexión compartida las que mues- tren las vías de continuidad en la mejora de las intervenciones. Las teorías, aunque indispensables, no sólo no pueden prefigurar las prácticas, sino que deben validarse en aquéllas. En este sentido, la razón última y más decisiva en el progreso de las prácticas profesionales e institucionales cabe buscarla en la reelaboración conceptual y práctica llevada a cabo por los propios implicados en sus contextos y en las acciones efectuadas, a partir de un proceso metodológico de investigación, de carácter etnográfico, que permite mostrar las evidencias de la relación entre la intencionalidad del agente, individual o colectivo, y los resultados de sus acciones. La fundamentación de dichas aportaciones Una constante en la obra de Elliott es la crítica de los modelos de racionalidad con los que se pretende regular la educación y desarrollar la profesionalidad docente (Elliott, 1993). Frente a los modelos según los cuales la práctica se deriva de la teoría previa (racionalidad clásica), o del enfoque conductista, que predica la resolución práctica de los problemas mediante la aplicación de reglas técnicas, dicho autor propone un enfoque reflexivo e interpretativo, contextuado en las distintas realidades situacionales. Recordando la distinción clásica de Habermas, considera las situaciones educativas como hechos y no como cosas. Sin embargo, los hechos o las situaciones son siempre construidos, complejos, y de resolución imprevisible, si aceptamos que “las decisiones curriculares y pedagógicas tan sólo se transforman en un asunto complejo cuando los profesores valoran a sus alumnos como agentes autodeterminantes de su propio aprendizaje” (Elliott, 1998). Dicha perspectiva conlleva asumir los valores de la praxis como los más apropiados para comprender la acción profesional en educación. Una característica central de la praxis es la de subrayar la necesidad de escoger, de deliberar y de tomar decisiones sobre la base de criterios distintos, ya sean de tipo ético, funcional o técnico, aunque orientados hacia una determinada estrategia para poder conseguir ciertos propósitos, es decir, orientada al logro de unos valores. El pensamiento de Aristóteles, que Elliott conoce bien, nos ilumina a ese respecto. La buena deliberación depende de la posesión de lo que el filósofo clásico denominaba phronesis o sabiduría práctica, es decir, de la virtud de saber qué principio general aplicar en una determinada situación. La phronesis es lo que convierte a quien actúa en alguien moralmente responsable, porque se trata de una capacidad general que combina el saber práctico del bien con el juicio fundado sobre lo que es una expresión adecuada de este bien, en una situación concreta. En este sentido, Elliott ha retomado con fuerza la tesis aristotélica de la racionalidad en el contexto de una teoría de la acción. Así, la racionalidad no es tanto una facultad como un método, es decir, un estar en el camino, un estar en marcha o estar instalado en el tiempo, que es lo que significa methodos en griego clásico. Desde esta perspectiva, lo que da sentido a la reflexión educativa no es la aplicación de las reglas de la técnica, sino el hecho de comprender el significado final de una acción en un contexto específico, considerar los valores en los que esta acción se apoya, además de buscar de una relación de coherencia entre dichos valores y la práctica mediante la cual estos adquieren una dimensión real. Ello descarta el principio de que la teoría precede a la comprensión de los fenómenos, de que primero se aprende y después se aplica. No se olvide que un rasgo de la praxis es su naturaleza holística, es decir, reflexión y acción se conjugan de forma funcional de acuerdo con la necesidad de comprender, pero no de un modo predeterminado y jerarquizado, por lo que el campo de la investigación educativa no puede desvincularse de los problemas de los prácticos, los cuales son indispensables en el reconocimiento y la formulación de los problemas (Carr, 1996, p. 116). Así, la investigación en la acción puede ser un método para el diálogo reflexivo. Gadamer (1993), quien ha ejercido una importante influencia en Elliott, sostiene que la investigación es una continuación del diálogo por otros medios. En este escenario, la investigación en la acción tendría como finalidad hallar el “equilibrio reflexivo” enunciado por Rawls, en el cual los distintos agentes educativos alcanzarían su propio sentido de la dignidad profesional. Una dignidad que descansa en la autonomía de los agentes para influir y modificar las condiciones institucionales existentes. A partir de estas premisas, aquello que favorece la mejora de la capacidad docente es la experiencia acumulada en el análisis compartido de situaciones, en función de principios explicativos relevantes y de principios de acción funcionales a su comprensión situacional. Las respuestas inteligentes a las situaciones prácticas muy a menudo no pueden ser especificadas a priori, nos recuerda. En consecuencia, la formación profesional se orienta hacia la facilitación del desarrollo de las capacidades del profesorado para una mejor comprensión situacional de los problemas, como la base para elaborar juicios sabios y decisiones inteligentes en el contexto de las situaciones educativas, siempre dinámicas, complejas y ambiguas (Elliott, 1993, p. 19). Por ello, la formación profesional docente adquiere una nueva dimensión. Ya no se trata de que sea necesaria, sino que la reflexión sistemática sobre la profesionalidad ejercida acaba siendo imprescindible y se configura como un estadio necesario y permanente de la profesionalidad. Tal como se puede constatar, la aportación de Elliott pone en evidencia las enormes limitaciones de los modelos de mejora profesional basados en la racionalidad técnica, según la lógica de la producción y orientados de arriba-abajo. Las ideas pedagógicas de Elliott en el contexto de nuestro país Las principales conceptualizaciones de Elliott, como la investigación en la acción, aparecieron en el momento oportuno en el lugar oportuno, ha dicho Carr. Ahora bien, desde la perspectiva actual podemos preguntarnos: ¿qué ha pasado en la práctica con la investigación en la acción?, ¿qué queda en nuestro país del conjunto de ideas comentado?¿Qué ha pasado en la práctica con la investigación en la acción?, ¿qué queda de este conjunto de ideas? John Elliott empieza a ser publicado en España, en 1989 en catalán y en 1990 en lengua castellana, a partir de sendas ediciones de artículos a cargo de profesores universitarios (Elliott, 1989 y 1990). El momento también era oportuno: estaba en marcha el inicio experimental de la reforma que había de consagrar la LOGSE en 1992, y en esta reforma se trazaban algunos paralelismos con la reforma de los primeros setenta en Inglaterra, por lo que en este proceso se debatían algunos de los problemas que la primera había afrontado: la formación del profesorado, los cambios en la cultura docente, la diversificación curricular, el proyecto educativo de centro, etc., Así pues, su obra no sólo de Elliott sino de muchos autores que se movían en el mismo paradigma, fue ampliamente divulgada entre un sector muy importante de educadores, los movimientos de renovación pedagógica, por entonces muy presentes en la esfera del debate educativo y en influyentes ámbitos académicos de la pedagogía. En su conjunto, esta obra ejerció un notable impacto entre aquellos que veían en este nuevo paradigma no sólo la fundamentación de un ideal de dignidad y de reconocimiento profesional, sino una conceptualización de la práctica y de la mejora profesional que encajaba con su propia experiencia profesional renovadora y de aprendizaje autorreflexivo. Sin embargo, en el terreno de las ideas también cambian los contextos. Hoy, a catorce años de las primeras traducciones, estamos en una situación distinta. Del mismo modo que, en el año 1988, el Gobierno conservador de Margaret Thatcher emprendió una reforma en el Reino Unido que laminaba la reforma anterior, a partir de 1996 empezaron a hacerse evidentes en España los signos de un cambio que ha cristalizado en la autodenominada Ley de Calidad. Por lo tanto, las ideas no sólo las consideramos en su fundamentación, sino en su capacidad de incidir y en su aplicabilidad práctica, en función de los contextos sociológicos y culturales imperantes en la actualidad (para ampliar esta noción deberíamos recurrir al concepto de hegemonía que elabora Gramsci). La noticia hoy es que, a pesar de su enorme validez y aun de su penetración, aquellas ideas encuentran, en nuestro país, un medio bastante más hostil al de hace unos años para asegurar su pervivencia y su desarrollo. Debemos asumir que, en las reformas educativas, el eje central del debate no es lo que deben contener los programas o cómo organizar los aspectos técnicos de la educación o las garantías técnicas de calidad. Lo que una reforma plantea, sea de forma más explícita o menos, son las relaciones que deben darse entre la escuela y la sociedad, o, si se quiere, trata de responder a la cuestión de para qué y para quiénes sirve la escuela en su modalidad de funcionamiento; es decir, no se plantea un problema de funcionalidad de un sistema, sino el principio de justicia que lo fundamenta. Una cuestión que acaba por incidir plenamente en las representaciones prácticas del oficio docente. Tanto en el debate que dio lugar a la reforma Thatcher como ahora en el caso de nuestro país, lo que está en juego es el papel de la escuela en la ampliación o en la reducción de las oportunidades formativas para todos los ciudadanos, en un plano de equidad social y educativa. La cuestión no es si se les garantiza a todos lo mismo por igual. El problema es si la distribución se efectúa de acuerdo con un principio de justicia para los desiguales. No debemos olvidar que el debate educativo es, en primera instancia, un debate profundamente social y el modo como se resuelva ejercerá importantes efectos en el plano curricular y organizativo y en la consideración del oficio docente. La reforma educativa que se emprende en el 2003 en nuestro país constituye un medio absolutamente hostil a las ideas que hemos explicado más arriba. Ahora bien, ¿qué ocurre con la realidad? ¿Pueden las leyes sustituirla? Para los que creemos que las leyes pueden también estropear las cosas, pero no suplantar la realidad, aquellas ideas cobran más actualidad que nunca. El reto de la tercera modernidad en educación La educación moderna se dio a partir de la universalización de la formación, a partir de la consolidación de un sistema educativo dual. Bauman (2001) apunta que, en el umbral de la modernidad, se articula un proceso dual de formación, para las elites ilustradas y cultivadas y para la formación de las masas. La finalidad del primer tipo de formación es legitimar a las primeras como agentes sociales. El propósito del segundo modelo era “articular un orden social, articular unos principios de racionalidad que lo justificaran y una pragmática de la construcción del orden, lo que implica una tecnología del control conductual y de la educación, una técnica del modelado de la mente y de la voluntad”. Ambos propósitos ejercieron un profundo impacto en la configuración de la escuela y en la profesionalidad docente a lo largo de todo el pasado siglo. La segunda modernidad se da a partir de un cambio de paradigma sobre la educación. Los procesos de formación no pueden quedar en manos de unos profesionales que decidan por sí mismos. Se debe pasar de la lógica de la artesanía a la lógica industrial de la producción. La racionalidad platónica de antes, afirma Elliott, es sustituida por la racionalidad conductista. Ello se refleja en la nueva organización de la escolaridad, en los “nuevos” contenidos (modernos), y en una distinta concepción de la profesionalidad. Los enseñantes ahora son técnicos. La literatura especializada se inunda de lo que “deben hacer o dejar de hacer” los profesores. En resumen, los docentes deben aplicar lo que los administradores y los especialistas establezcan como necesario. De este modo, la enseñanza se simplifica y se estandariza. Esta lógica taylorista o fordista, como ha sido denominado el modelo, incrementará el poder normativo del estado mediante la presión por los objetivos, las regulaciones horarias, las formas de concebir la planificación de la enseñanza, mediante la asignación del profesorado o por las normas de evaluación. Los conocimientos, afirma Elliott (1993, p. 17), ahora pertenecen al reino de los inputs en vez de al de los outputs. A consecuencia de lo anterior, el oficio docente ha sufrido una profunda presión tecnificadora para que se desarrolle en coherencia con el conjunto de reglas establecidas, unas reglas, recordémoslo, que obedecen a las lógicas administrativas y burocráticas de los recursos, antes que a la lógica del enseñar y aprender, o a las necesidades de los contextos específicos. Pero dichas reglas ejercen un dominio sobre las representaciones de la práctica del oficio e impiden que sean sometidas al contraste de su funcionalidad intrínseca: véase el diseño del calendario o de la jornada escolar, de la división horaria, del qué y cómo evaluar, de lo que es aprender. Todo ello no se somete a contraste. Por el contrario, actúa coercitivamente sobre la representación del oficio docente, con el resultado de amputarlo de su potencial de desarrollo. En este largo período se forjan los actuales hábitus profesionales, “esta especie de sentido práctico sobre lo que hay que hacer en una situación determinada”, como los define Bourdieu (1997), hasta el punto de generalizar la creencia de que las relaciones educativas institucionales y sus formas prácticas de concreción no pueden darse de un modo muy distinto del conocido en la actualidad. La tercera modernidad la afrontamos –la construimos– en la actualidad. Significa un contexto sociocultural muy distinto a los conocidos durante la mayor parte del siglo pasado. Las maneras de definirla varían entre diversos autores, aunque mantengan una sintonía en común: mientras que para Castells (2002) la noción más relevante es la de la sociedad de la información, tanto a Guiddens (1997) como a Beck (1998) les parece más oportuno destacar los conceptos de riesgo y de incertidumbre, mientras que para Sennet (2000) lo que hay que subrayar son las nociones de flexibilidad y de discontinuidad en las biografías. En su conjunto, estas reflexiones nos apuntan hacia una serie de cambios sociales muy importantes que inciden ya sobre la escuela y las formas de ejercer la profesión docente, porque señalan transformaciones de fondo de las necesidades formativas de los ciudadanos. Obsérvese la enorme distancia que existe entre algunos de los rasgos del modelo social y productivo actual de aquel en el que se desarrolló la escuela que conocemos: - La importancia del capital cultural frente a la importancia de la propiedad del capital en medios de producción. - La deslocalización de los centros de poder y de la propia producción frente a su anterior localización. - El trabajo como proyecto biográfico frente a las “nuevas biografías” laborales. - Las nuevas necesidades surgidas en los procesos de socialización primarios de las personas y en los intercambios socioculturales en los entornos urbanos y suburbanos, a partir de nuevas formas de “vida familiar”. - La creciente complejidad en la composición sociocultural de las aulas, consecuencia de la creciente globalización de e intercambios personales, por razones económicas, sociales y culturales. - La creciente influencia de los medios audiovisuales e Internet como fuente de (in)formación de los jóvenes y su autonomía con respecto a la cultura escolar. Estamos en una situación de cambio, efectivamente, pero, ¿qué sentido de la profesionalidad requiere el momento actual, o, mejor dicho, la transformación desde la situación actual a otra que se está prefigurando como algo muy diferente? ¿Qué sentido tiene la investigación en la acción como metodología crítica en este proceso? Lo que en última instancia apuntan los rasgos anteriores es la insuficiencia de un modelo escolar regulado externamente, basado en el principio de gestión burocrática y en el modelo taylorista, que ahora se desea endurecer, olvidando que los modelos se generan y justifican en las prácticas sociales. El desconcierto que genera en los núcleos de poder real la nueva situación hace que, a corto plazo, las políticas educativas tiendan más a configurarse como respuestas ante el mercado electoral que a orientarse hacia el desarrollo de un modelo de desarrollo social y cultural sostenible, que atienda la variada demanda de oportunidades relevantes para los individuos, independientemente del grupo social al que pertenezcan. Quizás a los partidarios de la primera opción les resulte de interés lo que el propio Elliott (1998, p. 179) elaboró como resultado de su experiencia práctica e investigadora: - Las reformas iniciadas jerárquicamente tienden a fracasar. - Los profesores individuales pueden mejorar sus propias prácticas si tienen la posibilidad de discutirlas con otras personas implicadas. - Un proceso de reforma ha de pasar necesariamente por la asociación libre de las personas que trabajan en el sistema para que puedan analizar sus propias prácticas. Ahora bien, el poder político ejerce por doquier una importante influencia en la forma de concebir y desarrollar la educación y en la concepción de los roles docentes. ¿Por qué la escuela y la cultura profesional deberían quedar al margen de los efectos prácticos de los recortes de impuestos o de la doctrina del déficit cero? ¿Cómo no se va a ver afectado el mar- gen de autonomía de los agentes educativos? ¿Cómo todo ello no va a tener efecto en las condiciones laborales y salariales del profesorado? ¿Cómo no va a influir en los modelos de evaluación y de control del alumnado y del profesorado? Debemos asumir que estas manifestaciones del poder, al ser ejercidas sobre cada uno de los distintos elementos infraestructurales y estructurales del currículo, influyen decisivamente las concepciones educativas y el modelo de racionalidad que orienta la práctica profesional. Ante el doble reto de los “nuevos tiempos”, la tentación reactiva de los gobiernos conservadores y el reto de los cambios sociales, es necesario desarrollar, una vez más, una conducta profundamente moderna, la del análisis racional y crítico, la necesidad de reelaborar los discursos y las prácticas para desarrollar propuestas profesional y socialmente relevantes, a partir de los propios contextos, y de la asociación de los propios agentes, en el marco de una acción que aspire a mayores cotas de equidad y eficiencia. La resolución de esta profunda contradicción sólo puede darse en el espacio de la lucha por la dignidad profesional, en el sentido en que John Elliott lo ha intentado desarrollar a lo largo de su relevante trayectoria intelectual. Una lucha que requiere la aceptación de la complejidad de la acción y de los contextos como punto de partida. Que exige, entre otros aspectos, una metodología dialógica de la formación, como la investigación en la acción, enmarcada, si es posible, en un trabajo en red y que considera como requisito imprescindible para una reflexión relevante. En efecto, en todas estas cuestiones, los problemas de poder de y entre los agentes, el problema de la ética y del conocimiento práctico; los problemas de la comunicación humana, de la deliberación como contexto y como texto de la acción, se hallan profundamente relacionados y constituyen un eje de reflexión sobre el que una y otra vez es necesario volver. Este debate hoy lo debemos formular de nuevo en el contexto sociopolítico y cultural del actual momento de la modernidad. Ello comporta orientar la investigación en la acción hacia un sentido de trascendencia social en la acción formadora e impregnar el trabajo reflexivo de un sentido ético a la vez que desarrollar una reformulación crítica del actual sentido de la justicia institucional. En realidad, la paradoja es que estos dilemas no se pueden resolver, sino que constituyen la misma esencia de la investigación en la acción. En este sentido, Elliott se anticipa y su obra adquiere pleno sentido como un espacio de lucidez de enorme utilidad en la reconfiguración de la nueva cultura profesional, que debe dar respuesta a las nuevas realidades sociales. Bauman, Zygmut (2001):La cultura como praxis, Barcelona: Paidós (Culture as praxis, London: SAGE, 1999), p. 57. Beck, U. (1998): La sociedad del riesgo, Barcelona: Paidós. Bourdieu, Pierre (1997): Razones prácticas, Barcelona: Anagrama, p. 40. Carr, Wilfred (1996): Una teoría para la educación, hacia una investigación-acción crítica, Madrid: Morata, p. 135. Castells, M. (2002): La galaxia Internet, Barcelona: Plaza Janés. Elliott, John (1989): Pràctica, recerca i teoría en educació, Vic: Eumo (edición a cargo de Joan Rué). Elliott, John (1990): La investigación-acción en educación, Madrid: Morata (edición a cargo de Ángel Pérez Gómez). Elliott, John (1993): “Three Perspectives on Coherence and Continuity in Teacher Education”, en Elliott, J. (ed.): Reconstructing teacher education, Londres: The Falmer Press, pp. 15-20. Elliott, John (1998): The curriculum experiment. Meeting the challenge of social change, Buckingham: (Philadelphia): Open University Press,p. 101. Gadamer, Hans-Georg (1993): Elogio de la teoría, discursAnagrama. y artículos, Barcelona: Península, p. 140. Guiddens, Anthony (1997):Modernidad e identidad del yo: el yo y la sociedad en la época contemporánea, Barcelona: Península (Cambridge: Polity, 1991). Sennet, Richard (2000): La corrosión del carácter: las consecuencias personales del trabajo en el nuevo capitalismo, Barcelona: Stenhouse, Laurence (1984): La investigación y el desarrollo del currículum, Madrid: Morata. Para saber más * Joan Rué es profesor de Pedagogía Aplicada en la Universitat Autònoma de Barcelona.

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